jueves, 11 de marzo de 2010

Convicción ideológica nacionalista y técnica artesanal de combate

1882: LOS CAÑONES DE SINCOS

Julio Escobar (Artículo publicado en la Revista del Ejército en abril de 1933)

Hablar de artillería es hablar de cañones. Y desde que el hombre descubrió la pólvora, los cañones, como una de las primeras aplicaciones bélicas pesadas, también han evolucionado. La arcaica culebrina de bronce y el antiguo cañón de mecha han devenido después de siglos, en las modernas piezas automáticas de artillería.
¿Pero hubo alguna vez cañones de madera? La pregunta no es para reírse. La respuesta tampoco. ¡Sí! Y nada menos que en el Perú, durante la gloriosa Campaña de La Breña.

El Cáceres-Tayta, proveniente de Huanta, antes de penetrar al valle del Mantaro para expulsar a los chilenos, envió agentes secretos a los ayllus, alertándoles para el levantamiento simultáneo a su ofensiva por Marcavalle.

Los agentes, con la indumentaria hecha jirones luego de semanas de marcha por breñas y punas, se esparcieron como “pordioseros errantes” (avelinos) para organizar el gran golpe que aplastó a los chilenos en Marcavalle, Pucará, Concepción, Huancayo y demás pueblos aledaños, el 9 y 10 de JUL 1882.

La desastrosa huida de los maltrechos sobrevivientes enemigos, refiere la ferocidad con que se peleó, pues no hubo prisioneros para nadie.

Entre los pueblos que se alistaron, destaca el caserío de Sincos, que recurre a medios de fortuna para guerrear al invasor. La población, caracterizada por el prestigio de sus pirotécnicos, decidió emplearlos e inicia la fabricación masiva de pólvora, así como a construir cañones, de maguey, con tronco rectilíneo de dura corteza.

Les extraen el blando corazón a los troncos más rectos, los que luego envolvían con cueros frescos de res, los ajustaban con sogas de cuero, que al exponerlas al sol, el calor hacía el trabajo final de contracción. Como cureña, labraron grandes piedras a manera de soportes. Una provisión de cantos rodados traídos a lomo de llama, completaron la “dotación de granadas”. Los paquetes de pólvora adicionales y los taqueadores, así como las antorchas, se hallaban listos, junto a las mechas de ignición.

El dispositivo de combate estaba listo a operar los novísimos cañones “Made in Mantaro”, que soportarían 1 a 2 tiros. Se les ubica en la entrada del pueblo y en las bocacalles que daban a la placita de armas. Se reparte a los “artilleros indios” ron con pólvora para estimular la ferocidad.

Enterados los chilenos de la actividad “hostil” de éste y otros pueblos, y avisados del avance de los avelinos, deciden atacar e incendiar los pueblos del valle y es así como va acercándose a Sincos, un pelotón de 50 jinetes.

El aviso de los vigías no se hizo esperar y, como por arte de magia, comenzaron a llover sobre los chilenos granizadas de piedras lanzadas por huaracas. La respuesta de plomo se entremezcló con voces de muerte. Se había logrado la 1ra. parte: Provocar al enemigo.

La carga contra el pueblo fue inmediata, la exagerada confianza del invasor no le permitió reparar en la existencia de las bocas de fuego artesanales.

La artillería sinqueña tampoco se hizo esperar, y vomitó su metralla de piedras y púas. La sorpresa fue tremenda y la mortandad chilena terrible. Desorganizados y aturdidos, los sobrevivientes huyen dejando a sus muertos y heridos. Sólo 13 chilenos se salvaron para encontrarse con el grueso de su Ejército que igualmente desesperado, huía hacia la Oroya después de su derrota en Marcavalle, Pucará, Sapallanga, Concepción y... Sincos.

Los sinqueños tuvieron 20 muertos y 40 heridos, asimismo 14 de los 15 cañones estallaron: 2 al 1er. tiro y 12 al 2do. El único restante, que soportó casi intacto, quedó como testimonio de honor del pueblo. Se tomó 18 chilenos prisioneros que ipso facto fueron rejoneados.

Esa es la hazaña de ese pueblo de pirotécnicos, famosos hasta hoy, y que merecieron el aprecio del Tayta, al cual acompañaron hasta Huamachuco.
Este relato lo tomé de don Aniceto Ureta, un octogenario que en 1915 residía en Raquina (Pucará), quien mostrándome sus cicatrices de “rejonero avelino”, me confió en kechua esta historia.

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